Irremediablemente me llevaste a recordarlo.* Ajena estaba a este día de celebración y entonces te vi. Apareciste como una recomendación de Netflix. Decía que había ganado muchos premios.** Los primeros minutos me dejaron pegada a ti. Pensaba que la vida familiar que yo conozco, parecía ahora de película, de esta película. Algo que podría verse como ficción, es a mis ojos una estampa de mi niñez.
Tanto buscar qué ver para distraerme de este día y aparece esa película que sin lograr el cometido me llena más de ti y de los míos. El cambio en la película de blanco a negro a colores es un sinsentido que cobra sentido al vivir la película. La diferencia de lo que conocemos supondría que el blanco y negro es el pasado. Aquí nada es convencional. Los colores significan los recuerdos. Así de llamativos los representan. Cuando llega el presente, que se conecta con el principio y a las tres cuartas partes de la película, se torna en blanco y negro. Alegoría, posiblemente que los colores, hoy sombríos, han cambiado por las vivencias. La vida ha golpeado. Golpeado muy fuerte.
La historia no es vendible. Su tema es común y aburrido. Un padre, una madre, muchas hijas, un hijo. Una vida acomodada. Mucha cultura, educación, amor, valores, religión. Nos llevan a un convivio desde una comida y sus pláticas, tertulias, canciones, lectura de cuentos de niños. Y ahí estaba yo. Disfrutando de esas reuniones. Haciendo mías las travesuras, las risas, las serenatas, las enseñanzas. Las actuaciones, la historia. El guión. La dirección. Me vi saboreando un helado de zapote con un Arzobispo. Escuchando de la enseñanza del grandioso pueblo judio. Aprendiendo lo que le decía a sus hijos, sobre todo al varón, escuchar lo que en un discurso los alumnos decían de él. Conocerse a través del otro. La enseñanza de aprender a cuestionarse todo. Tener criterio.
Hay una escena en donde el niño se despide de su padre y le dice que es “Héctor tercero”, se disculpa por decir “tercero” cuando debería decir “segundo”, aclara que su padre vale por dos, por eso él debe llamarse “tercero”. En pláticas con la monja que cuida a los hermanos pequeños. El niño afirma no querer rezar porque se quiere ir al infierno, previo a que la monja le había dicho enojada que su padre no iba a ir al cielo por no acudir a misa los domingos. El niño está resuelto a acompañar a su padre a dónde la monja crea que vaya ir. Cielo o infierno no importa. No importa si es junto a su padre.
Es una película de amor. Amor de un padre a su familia. A su esposa. A sus hijos. A ese pequeño único varón que rompía todo en él, el menor. A sus creencias. A su sobretodo los suyos. A su “trabajo en esto” porque creo en que siempre se puede construir algo mejor. A su amor desmedido por el otro. A sus ganas de dilapidar su conocimiento y tiempo, por el bien del menos favorecido.
Más de dos horas. Termino de verla sin poder abrir bien los ojos. Los ojos me han quedado de panda. Hinchados. No ven bien. A diez minutos de su término quise ponerle pausa y negarme a seguir viéndola. La historia fue y no puedo cambiarla con un control remoto. Aunque me encantaría, seguí viéndola. Fui por un pan para que las penas fueran menores. No lo conseguí, al menos comía mientras las lágrimas seguían saliendo y remojando en llanto mi pan, no tenía conocimiento que uno podía llorar tanto. Otro descubrimiento para mí.
Los detalles de la película como imagino del libro** al que hoy me veo obligada a comprar, que ya lo he hecho hace unos minutos y sin dudarlo a leer, fue escrito por su hijo. Ese niño del que se enamora uno. Los ojos puestos en su padre. La película está dirigida a eso. A los ojos. A los ojos de esa madre hacia su esposo. A los ojos de los hijos hacia ese padre. A los ojos de ese hijo que sigue a su padre toda su vida. Que lo lleva en la piel. Que quiere aprender de él. Que acepta sus regaños y los convierte en consejos. No deja de amarlo y admirarlo, pese a que la edad de los hijos muchas veces nos separa en pensamiento y comprensión de la edad de los padres. La curva de la falta de paciencia se separa mientras el joven crece y el padre envejece. Aquí se advierte, esa familia no es ajena a la realidad. No hay ficción a pesar del premio ganado. Hay en estas relaciones elementos constantes: entendimiento, empatía, respeto. Los valores que en su momento se inculcaron como hilos invisibles sin saber para lo que iban a ser necesarios, comienzan a ser visibles. Se ven, se utilizan, se distinguen de los demás.
Mi padre creía en la educación, en los valores, en la unión familiar. Esa fue su apuesta de vida. Su esposa, su elección. Sus hijos, su responsabilidad. Su familia, su pasión. Todo quedaba enmarcado en un estar juntos. Enmarcado en fotografías de viajes, muchos viajes; parte de la educación, decía. De fiestas, de diplomas, de recuerdos, de comidas, de pláticas, de regaños, de risas, de muchas comidas que significaban pláticas, de mucha gente que nos seguía, que seguía a mi padre, que lo admiraba. Me vi en esa película con mi familia. Me vi contigo en este día. Sin dudar, el olvido que seremos mientras tu familia te viva. Mientras yo te viva, jamás lo será. Ni tú, ni mi madre, ni mis hermanos, serán olvido.
Se despide tu “hija K… cuarta”, la menor de cuatro. Porque, sin duda lo supiste, lo sabes, si no con gusto te lo recuerdo; vales, en pasado, en presente y en futuro; por tres padres. Feliz día del Padre!!!!
*Película. El olvido que seremos/2020.
**Premio Goya a la Mejor Película Iberoamericana. Premio Platino a la Mejor Película de Ficción. Premio Platino a la Mejor Interpretación Masculina. Premio Platino a la Mejor Dirección de Arte. Premio Platino a la Mejor Dirección. Premio Platino al Mejor Guión.
***El olvido que seremos/Héctor Abad Faciolince/Alfaguara/2006